domingo, 20 de julio de 2008

La facultad de vivir

Decidir si se está o no dispuesto a ser devastado, a padecer la decrepitud, o a vivir en determinadas condiciones de precariedad, debería ser no solo tolerado a escondidas, pasivamente, sino respetado y comprendido activamente. Como afirma Albert Camus en las primeras líneas de "El mito de Sisifo": "Juzgar si la vida vale o no vale le pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, viene a continuación."

Juzgar el valor de la vida puede hacerse desde la libertad y en la conciencia (materialista) de que después no hay nada. Que venimos de la nada a la que regresamos, después del paso por la vida. O desde una concepción religiosa que parte de la premisa de que no somos libres, o por lo menos, no lo somos completamente, pues no podemos tomar decisiones respetables (y menos respetadas) sobre nuestra propia existencia. Si al derecho a la vida, por las razones que sea, se le contempla (únicamente) como una obligación de vivir, no como la facultad de hacerlo, no se le está considerado como un auténtico derecho subjetivo.

Por más que nuestra Constitución proclame en su artículo primero la libertad, como valor superior del Ordenamiento jurídico, su efectividad suele tener lugar, únicamente en el aspecto negativo, de no impedir las conductas consideradas libres; pero en menos ocasiones, en su aspecto positivo, de facilitarla o eliminar los escollos que la impiden o dificultan, de hecho. En la eutanasia, como es sabido, no se permite la colaboración activa (que es, por el contrario, delito) cuando sin colaboración, en ciertas circunstancias, hablar de libertad es pura ficción, e incluso sarcasmo; como el caso del tetrapléjico que ha decidido morir porque no quiere ser una cabeza pensante en un cuerpo muerto y, por su minusvalía, no puede hacerlo solo.

Lo que debe importar a un Estado aconfesional, no es que sus ciudadanos alcancen los fines (la salvación) de una creencia religiosa, sino ser felices, en la tierra. Decidiendo, obviamente, que es lo que les hace felices: en que consiste la felicidad. El Estado es de este mundo. El Estado, con su legislación ha de crear un ámbito de convivencia, salvaguardado por el Ordenamiento jurídico, que permita que los ciudadanos sean libres de creer o no creer y de practicar sus creencias, mientras su libertad no sea servidumbre para los demás.

Se afirma con énfasis la libertad individual, incluso en los textos constitucionales, pero al fin y a la postre, cuando surge la necesidad de resolver ciertos problemas concretos, se comprueba que la norma no es, en realidad, la que aparentaba su literalidad... Pues tras los vericuetos de su aplicación, no es extraño comprobar como prevalecen valores de la moral tradicional y religiosos, subyacentes en la conciencia de los operadores jurídicos, que funcionan, de hecho, como sus fines implícitos, en contra -incluso- de los que parece perseguir por su literalidad.

Pero la libertad es de cada uno. Es un coto privado sagrado. Donde no puede entrarse a saco. Por eso, en esos momentos de alarde de falta de principios y escrúpulos, cuando se habla de derechos humanos para los grandes simios mientras puede ser más castigado cargarse un huevo de una especie protegida que un feto humano, no creo sea el momento de hablar de regular cuestiones tan delicadas como la eutanasia. Deseo legisladores sabios para afrontar problemas delicados, no personajes como los que hoy gobiernan, capaces de entrar a saco en cualquier derecho ajeno.

Pero pensar eso, y no digamos ya decirlo, hoy en día, es de derechas (o sea, muy malo), como todo lo que no sea aplaudir las ocurrencias de Zapatero, como acaba de sentenciar Joaquín Leguina (Hoy lo publica la prensa).

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